La segunda ciudad más alta del mundo (3967 msnm) se extiende en las faldas del legendario Cerro Rico (4824 msnm), la montaña con inagotables entrañas de plata cuya explotación a lo largo de los siglos está marcada por historias de saqueos coloniales y producción de fabulosas riquezas. Una visita a los socavones y a la antigua Casa de Moneda, en pleno centro de Potosí, uno de los sitios histórico-culturales más importantes de Bolivia
Texto y fotos: Mariana Lafont
Cuenta la leyenda que el Cerro Rico fue descubierto en 1545 por un pastor perdido que pasó la noche, prendió una fogata y, a la mañana siguiente, encontró hilos de plata. Con el descubrimiento –producto del calor del fuego y la plata que se encontraba en la tierra–, el Inca de ese entonces ordenó excavar en el Sumaj Orcko (Cerro Hermoso) que, según decían, guardaba grandes riquezas. Cuando estaban a punto de clavar la primera piqueta, la montaña los expulsó con una estruendosa explosión y antes de huir horrorizados le cambiaron el nombre por “P’utuqsi”, es decir, “que truena, hace explosión”. Inmediatamente sobrevinieron la codicia y la fiebre de riqueza de los conquistadores y, presurosa y desordenadamente, surgió Potosí.
La villa nació como un simple campamento minero, sin fundación ni planeamiento ya que brotaba una vivienda con cada minero recién llegado. Desde 1546 la frenética y desorganizada construcción continuó y surgieron las serpenteantes callejuelas potosinas en las que tan fácil es perderse. Sin embargo, tal era la riqueza que manaba del cónico cerro que rápidamente se transformó en una de las ciudades más importantes del mundo, incluso más que Londres y París. Hacia 1625 tenía 160.000 habitantes, 36 iglesias, casas de juego, escuelas de baile, salones y teatros exquisitamente decorados.
De allí viene el dicho español “Vale un Potosí” para indicar que algo cuesta una fortuna. Pero todo lo que rápido llega, pronto se va y Potosí se convirtió en una pobre ciudad en la castigada Bolivia, aunque el legado arquitectónico, histórico y cultural que aún se conserva es digno de admiración. A paso lento –la altitud no permite ir más aprisa– se recorre la ciudad y se percibe que antaño hubo un pasado mejor y la mente se transporta e imagina Potosí como uno de los principales centros económicos del globo en el siglo XVII.
Con la llegada del virrey Francisco de Toledo, la ciudad dio un nuevo giro. Entre 1569 y 1581, el trabajo en las minas fue regulado a través de la mita –trabajo obligatorio, y esclavo, de los nativos para el Estado– y se construyeron lagunas artificiales para los ingenios que funcionaban con fuerza hidráulica. Pero el gran cambio fue la aparición de la Real Casa de Moneda como resultado de la enorme extracción de plata, el crecimiento de la población, la expansión del comercio y el inesperado auge que alcanzó la ciudad. Era imprescindible organizar un centro de acuñación de monedas para agilizar las transacciones.
Casa de Moneda
Cual fortaleza, en pleno corazón de Potosí, se halla la imponente construcción de piedra que muchos consideran como “El Escorial de América latina” en cuyas paredes alberga siglos de historia de Bolivia y América. El edificio de dos plantas ocupa más de 7500 metros cuadrados y posee 150 ambientes y 5 vistosos patios. Uno de esos patios está coronado por un llamativo mascarón, tallado en 1856 por un artista francés que trabajaba allí y que nunca dejó en claro a quién representaba la obra. Algunos dicen que es el dios Baco, otros que es el presidente de Bolivia de ese entonces o que sería una burla a la codicia de los conquistadores españoles. Sea cual fuere el significado, lo cierto es que el mascarón se convirtió en un símbolo de la Casa de Moneda.
La primera Casa de Moneda se erigió entre 1572 y 1575 por orden del virrey Toledo y se cerró en 1773. Después se construyó la Segunda Casa de Moneda que funcionó sin mayores problemas a lo largo de 50 años. Pero los levantamientos indígenas en 1780, la Guerra de la Independencia en 1809 y finalmente la independencia de Bolivia en 1825 fueron cambiando su destino. Tanto las fuerzas patriotas como las realistas codiciaban la riqueza de la Villa Imperial y durante quince largos años de guerra la Casa de Moneda funcionó como cárcel para revolucionarios, cuartel de ejércitos emancipadores y depósito de armamento. En 1813 arribó el Ejército Argentino y se comenzaron a acuñar monedas para las Provincias del Río de la Plata. A fines de ese año, Belgrano –derrotado en Ayohuma– debió partir a Jujuy y mandó dinamitar el edificio para que los españoles no pudieran utilizarlo. Sin embargo, la orden no fue cumplida ya que un subalterno desactivó sigilosamente la pólvora y salvó el histórico edificio. La compleja maquinaria colonial estuvo en actividad hasta 1869, luego se adquirió un equipo a vapor y, finalmente, en 1953 se convirtió en museo. Sus treinta salas exhiben pinturas de la época virreinal, esculturas, numismática, platería, máquinas coloniales, armas, cofres y documentos que datan de 1550. Y su amplia biblioteca –con casi 5000 títulos– es el gran apoyo de investigadores ávidos de indagar el atrapante pasado de América.
En las entrañas
Luego de recorrer la Casa de Moneda es muy interesante ver el lugar del cual provenía el preciado metal y conocer el trabajo de los mineros. Para aquellos que se animen, existe un tour que se adentra en las profundidades del mítico cerro de donde salió la mayoría de la plata de América hacia España.
Para realizar la visita es imprescindible usar equipo apropiado, que no es precisamente cómodo: pantalón, chaqueta, botas y casco de seguridad con una pesada linterna, además de la batería en la cintura. Así vestidos se recorre el barrio minero donde los que trabajan por su cuenta se autoabastecen de materiales y herramientas. Luego se compran cartuchos de dinamita, hojas de coca y refrescos para obsequiar a los mineros y, por último, se visita un ingenio para ver el tratamiento de los minerales.
Ha llegado la hora de entrar al cerro más rico de América. Se debe esperar el momento adecuado ya que los mineros entran y salen con carros de una tonelada llenos de mineral. Al pasar el arco de entrada el sol queda atrás y una penetrante oscuridad envuelve a los visitantes. Cuesta saber dónde pisar ya que al ser un lugar en actividad hay cables alrededor y gente moviéndose. La única luz es la que brota de las linternas, la respiración se dificulta y la temperatura comienza a subir. A lo lejos se sienten repiqueteos constantes y voces de ultratumba. Semejante clima es interrumpido de vez en cuando por el fuerte grito del guía que ordena hacerse a un costado para dejar pasar otro carro. En circunstancias tan agobiantes, resulta imposible relajarse pero, poco a poco, el cuerpo se va aclimatando.
El cerro está dividido en 17 niveles, 12 galerías hacia arriba y 5 hacia abajo. Se llega hasta el cuarto nivel del subsuelo a través de diminutos pasajes y escalerillas de madera poco confiables. En uno de los túneles hay un museo que conserva, además de herramientas y documentos, maniquíes que ridiculizan al pirata inglés Francis Drake, el virrey Toledo, y el más llamativo es el del “Tío” con aspecto de diablo, barba de chivo y cuernos. El Tío es el espíritu, el dios, que habita en las minas y que decide sobre la vida y la muerte de los mineros. Por eso, cada viernes beben con él, le invitan hojas de coca, cigarrillos y, finalmente, le piden permiso para trabajar.
Se avanza en la oscuridad y estrechez de los socavones mientras los mineros continúan su labor. Se los observa, se toman fotos, se charla con ellos y se les da los obsequios comprados que reciben con una gran sonrisa, en especial los refrescos que alivian la sed. Pero no sólo se mira sino que se invita a los visitantes a trabajar y sentir en carne propia el gran esfuerzo que demanda una mina. Esa es la razón por la cual mascan hojas de coca, ya que según los mineros “son nuestro único alimento en el socavón, nos quita el hambre, el frío y hasta el cansancio”.
Luego de casi dos horas de estar internados en la montaña se vuelve a ver la luz y cuesta readaptarse. El aire fresco se siente como una bendición para los pulmones y sobrevienen sentimientos encontrados. La experiencia ha sido inolvidable pero también muy movilizante al pensar en toda la gente que murió para extraer la codiciada plata. La fortaleza y capacidad de trabajo de este pueblo dejan, simplemente, sin palabras y al volver a Potosí es inevitable recordar la frase de Eduardo Galeano “[...] la ciudad que más ha dado al mundo (es) la que menos tiene. El mundo tendría que empezar por pedirle disculpas [...]”.* z
* Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina (1971).